Eso que los escritores y los pintores hacen

15/02/2015 - 12:00 am

Tuve una amiga a la que le fascinaba quedarse horas mirando el proceso por medio del cual un hombre cocina un taco en la calle, una mujer tensa la masa para dar forma a las tortillas, otro enciende el brasero para calentar el comal, aquella mete un pescado en aceite caliente y, de pronto, zas, el bocadillo delicioso que se deshace en la boca.

Los procesos hacen a los oficios. Son los rituales que pueden tomar caminos azarosos y a menudo extravagantes, pero que sin quererlo o no establecen una rutina casi matemática, en medio de la cual un paso en falso puede echar por tierra el resultado que se busca.

De eso habla Rituales cotidianos. Cómo trabajan los artistas, a cargo de Mason Currey, editado en nuestro país por Turner y del que ya diéramos cuenta en una nota respectiva hace unos meses.

Sin embargo, vuelvo a él porque de todos los libros que por cuestiones de trabajo me toca leer, a éste consulto a menudo y lo conservo en mis estantes como una herramienta inmejorable de entretenimiento para esas horas muertas en donde ni los capítulos repetidos de Breaking Bad Mad Men logran morigerar el tedio.

Me gusta abrirlo al azar y encontrar por ejemplo que para el poeta estadounidense Wallace Stevens (1879-1955) le vino de perlas conseguir un trabajo gris como abogado de seguros en una importante compañía del ramo.

“Resulta que tener un trabajo es una de las mejores cosas que podían pasarme en el mundo. Introduce disciplina y regularidad en nuestra vida. Soy todo lo libre que deseo ser y por supuesto no tengo ninguna preocupación por el dinero”, solía decir.

No cuesta imaginarlo garabateando versos, mientras estudia un informe sobre un accidente de trabajo un poco sospechoso o evalúa los costos de un funeral para un pobre finado que se fue antes de tiempo.

Recordar que el poeta inglés John Milton (1608-1674) estuvo ciego durante sus últimos 20 años como más tarde también lo estuvo su colega Jorge Luis Borges y que dictaba sus poemas a un ayudante sin levantarse de la cama.

Desde el lecho y sin ver el mundo tangible escribió El paraíso perdido, un relato épico en 10.565 versos sobre la Caída del hombre y la expulsión del Paraíso.

¿Qué importa el lugar donde yo resida,/ si soy el mismo que era, / Si lo soy todo, aunque inferior a aquel / A quien el trueno ha hecho más poderoso?, dicen unos versos de John Milton, palabras que cobran una dimensión extraordinaria al saberse que fueron dictadas y no escritas.

Donald Baltherme (1931-1989) “pasaba las mañanas en el porche, sentándose frente a su máquina de escribir Remington a las ocho o las nueve y trabajando hasta el mediodía o la una de la tarde”, escribe Mason Currey.

Herman Melville (1819-1891) no empezaba a escribir si antes saludar a su caballo. El matemático Paul Erdös (1913-1966) no podía trabajar sin consumir grandes dosis de anfetaminas y beber enormes tazas de café. Andy Warhol (1928-1967) iniciaba el día llamando a su amigo Pat Hackett, a quien le contaba los sucesos del día anterior.

Abrir el libro de Mason Currey es observar otra vez a mi vieja amiga, sorprendida y estática frente al proceso por medio del cual las personas hacemos cosas, creamos objetos u obras artísticas. Un mundo fascinante donde le damos forma y sustancia al mundo en que vivimos, al mejor mundo posible, claro está.

Luego, como sabemos, hay otros procesos tan creativos como los que narramos, aunque con resultados nefastos para una humanidad que sufre más de la cuenta, pero los actos de maldad no son oficios y por tanto no nos interesan.

Mónica Maristain
Es editora, periodista y escritora. Nació en Argentina y desde el 2000 reside en México. Ha escrito para distintos medios nacionales e internacionales, entre ellos la revista Playboy, de la que fue editora en jefe para Latinoamérica. Actualmente es editora de Cultura y Espectáculos en SinEmbargo.mx. Tiene 12 libros publicados.
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